לא תנאף
Vamos a comenzar a estudiar hoy el séptimo mandamiento: «No cometerás adulterio», es decir, la prohibición de tener relaciones íntimas con cualquier otra persona que no sea el esposo o la esposa.
Aclaremos primero que la visión judía de la sexualidad, a diferencia de otras religiones, es sumamente positiva. Nuestros Sabios explicaron que nuestra conducta en general nos debe llevar a parecernos a Dios: así como Él es compasivo, justo y generoso, nosotros también debemos ser compasivos, justos, generosos, etc. Esta «imitación de Dios» que nos propone la Torá alcanza su máximo grado cuando marido y mujer se convierten en «creadores» de una nueva vida. La procreación es el acto que más nos permite parecernos a HaShem, el Creador.
Además, lo sexual tiene que ver con alcanzar nuestra plenitud física y emocional. Cuando la Torá describe por primera vez la sexualidad dice: «Y el hombre… se apegará a su mujer (esto es un eufemismo para describir la relación sexual) y serán una sola carne (Genesis 2:24)». De aquí que hombre o mujer son vistos en el judaísmo como la mitad de un ser humano (pelag gufá). Un individuo alcanza su totalidad sólo cuando se casa. Y es en el acto sexual donde esta plenitud llega a su máxima expresión.
También es muy interesante observar que la primera vez que la Torá describe el acto sexual dice: «Y Adam CONOCIÓ a Eva su mujer» (Gen. 4:1). Esta palabra, «conocer», asociada con lo sexual, NO funciona aquí como un eufemismo. Se podría decir que para el judaísmo el órgano sexual más importante es… el cerebro. «Conocer» a la otra persona, conocerse, compartir el mismo objetivo, es una condición sine qua non para la intimidad sexual. Esto es, debe existir una conciencia común entre hombre y mujer y un compromiso mutuo y formal de ambas partes para crear y mantener una familia, esto es: el matrimonio.
Tan importante y poderosa es la sexualidad que debe ser regulada, ya que se puede corromper. Este Shabbat leímos en la Perashá de Noaj que la violencia y el abuso sexual generalizado fueron los primeros síntomas de la degradación moral de la generación del diluvio, donde el sexo había dejado de ser un acto que acercará a lo Divino. Ya no tenía que ver con el amor o la sagrado, sino exclusivamente con la búsqueda sin escrúpulos de satisfacer un instinto hormonal, como los animales.
La sexualidad es un acto sagrado, pero también es vulnerable y corruptible. Una ilustración trivial para entender mejor este concepto. El vino es un elemento muy importante en la liturgia judía. Lo usamos para realizar el Quiddush (santificar el Shabbat), en la ceremonia de casamientos (santificar nuestro compromiso), en un Berit Milá, en el Seder de Pésaj, etc. El vino es un elemento asociado con la santidad o santificación, la alegría y la celebración. Pero cuando nos excedemos, o cuando el alcohol se usa en otros marcos, esa asociación con la santidad (quedushá) desaparece. Y el alcohol puede llegar a ser terrible y destructivo. Como leímos este Shabbat que ocurrió con Noaj: el alcohol en exceso lo llevó a perder sus escrúpulos, su conciencia y su decencia.
Con la sexualidad ocurre lo mismo (¡multiplicado por 100!). La sexualidad tiene su marco adecuado: el matrimonio. Dentro del matrimonio, la sexualidad es un acto de santidad, que nos permite imitar al Creador y que nos acerca más que ningún otro acto a la persona que más queremos.
Pero en el caso de adulterio, cuando el sexo ocurre fuera del matrimonio, es destructivo (en el mundo moderno, en la mayoría de los casos de divorcio, la infidelidad juega un papel fundamental y representa por lo general la última línea roja que se ha cruzado). La infidelidad nos hace perder nuestra conciencia, nuestra decencia y nuestra familia. Nos aleja, más que ningún otro acto, de HaShem y de las persona que más queremos.
(Continuará)