Este lunes a la noche, la víspera del 27 de Nisán, comenzaremos la conmemoración de Yom haShoá, el día en el cual recordamos el brutal exterminio de 6 millones de judíos a manos de los asesinos nazis y sus colaboradores.
Mis padres no nacieron en Europa, tampoco mis abuelos. Vengo de una típica familia sefaradí. Del lado materno, mis ancestros vienen de Siria y del lado paterno, de Marruecos. Ninguno de mis parientes cercanos fue enviado a un campo de concentración, ni falleció en una cámara de gas. Mis padres, mis hermanas y yo, todos nacimos en Argentina. No vivimos directamente la experiencia de la Shoá, ni tenemos sobrevivientes en nuestras familias.
Aprendí sobre la Shoá en la escuela a la que asistí en mi ciudad natal, Buenos Aires, el colegio Talpiot en la calle Azcuénaga al 700. Cada año nos hacían mirar unos horribles documentales en blanco y negro. Así, mis compañeros y yo aprendimos sobre los trenes de la muerte, los cadáveres, los hornos crematorios, las cámaras de gas. Nunca me voy a olvidar de aquel documental que mostraba a un grupo de niños de edad escolar, acompañados de un maestro, ingresar inocentemente a un camión del ejército alemán, del cual nunca salieron vivos, pues para hacer el trámite de su asesinato más expeditivo, los nazis dirigieron los gases de monóxido de carbono hacia adentro del mismo. Lloré, y mucho… por el horror que sufrieron nuestros hermanos en manos de los humanos más inhumanos que conoció la historia yemaj shemam…
Pero lo que más recuerdo y lo que hizo que mi experiencia de la Shoá se transformara en algo «personal» ocurrió el año que nuestro director, el Sr. Eliezer Shlomowitz, z»l, invitó a un sobreviviente del Holocausto a hablar con nosotros (era probablemente el año 1977). Hay que tener en cuenta que en ese tiempo no era habitual que los sobrevivientes de la Shoá hablaran en las escuelas.
Era un hombre anciano. Le costaba hablar en español y se podía ver que no tenía un discurso memorizado. Si bien recuerdo vívidamente la experiencia de haberlo escuchado, me avergüenza confesar que me acuerdo todos los detalles de su historia personal. Ni su nombre, o si creyó necesario mencionarlo. Después de contarnos su holocausto personal , cómo perdió a sus padres, a sus hermanitos y prácticamente a todos sus seres queridos, y cómo pudo escapar de Auschwitz, este hombre de avanzada edad nos dijo más o menos esto:
«Ustedes no han vivido la Shoá personalmente, gracias a Dios. Pienso, temo, que quizás para ustedes la Shoá pueda algún día convertirse solo en un capítulo más de la historia judía moderna. Una historia que quizás pueda ser refutada, cuestionada o negada por nuestros enemigos. Y por eso quiero que entiendan que el esfuerzo de nuestros enemigos por negar la historia es el primer paso para intentar repetirla. Y ustedes nunca pueden permitir que eso suceda. No alcanza con «aprender» sobre el Holocausto. Ustedes tienen que ser testigos de la Shoá. Todos ustedes. ¿Por qué? Porque la historia se puede negar y los documentos pueden ser cuestionados. La historia se puede negar y los documentos pueden ser cuestionados. Los únicos que podrán proteger la memoria de la Shoá son los testigos de la Shoá. Hoy, han escuchado mi historia. Y también me han visto. Y han visto mis ojos… Ahora cargan sobre sus jóvenes hombros una nueva y tremenda responsabilidad. Hoy, ustedes se han convertido en testigos presenciales de la Shoá. ¿Cómo ocurrió esto? Les voy a explicar. Mis ojos vieron la Shoá. Pero no la vieron en blanco y negro. Mis ojos vieron el verde oscuro de los uniformes nazis, el gris metálico de sus fusiles, y el rojo de la sangre de nuestros seres queridos. Mis ojos vieron la muerte en todos sus horribles colores. Mis ojos vieron el horror de lo que mis palabras no pueden describir. Y ahora quiero que ustedes miren mis ojos. Para que desde hoy puedan decirle a los demás, y para que algún día le cuenten a sus hijos: ‘Yo no he visto la Shoá. Pero mis ojos han visto a los ojos que vieron la Shoá. Y ahora, hijo mío, mira mis ojos y conviértete en un testigo más’.
Cuando terminó de hablar, se arremangó la camisa y nos invito que que contemplaremos su número de prisionero. Era la primera vez que veíamos un número tatuado en la piel humana. Yo me acerqué a él un poco más y me obligué a mirar sus ojos. Eran pequeños, grises, tristes, fatigados y apagados. Había algo vacío y ausente en esa mirada. Les faltaba «vida». Y allí fue cuando me di cuenta de que en los cansados ojos de ese anciano, yo había presenciado un reflejo, o una oscura sombra, del horror de la Shoá. Y desde entonces me convertí en un testigo. Y la Shoá se convirtió en parte de mi experiencia personal.
No olvidemos. Ni permitamos que se olvide.