JERUSALEN, cae y se vuelve a levantar (687-609 AEC)

EL REY MENASHE
Previamente aprendimos que en los tiempos del rey Jizquiyahu la ciudad de Yerushalayim se salvó milagrosamente de ser destruida.  Cuando el rey Jizquiyahu muere lo sucede su hijo , Menashé, que reinó en Yerushalayim por 55 años; más que cualquier otro rey antes o después de él. El reinado de Menashé ( 687-642 AEC) fue devastador para el pueblo judío. Su padre, Jizquiyahu se había librado de Asiria con la ayuda de HaShem, pero Menashé decidió que era conveniente someterse voluntariamente (!) al poderoso imperio asirio. Menashé entonces convirtió a Yehudá en una provincia asiria y al Bet haMiqdash en un santuario dedicado a los dioses paganos: el sol, la luna, las estrellas y las constelaciones. Dedicó altares alba’al, el dios que demandaba entre otras cosas sacrificios humanos, e introdujo en el Santuario del Templo una imagen de la asherá, la diosa asiria que era servida a través de actos de prostitución. Sacrificó en el fuego a su propio hijo, practicó la magia y la brujería, consultó a nigromantes y a hechiceros idólatras. Decidido a remplazar el judaísmo por la religión asiria, Menashé eliminó a los Cohanim (sacerdotes) y a todos los Sabios que enseñaban la Torá,. Menashé también fue responsable por la persecución y el asesinato de varios profetas entre ellos su propio abuelo, el profeta Yesha’ayahu. La Torá fue virtualmente erradicada de Yerushalayim por dos generaciones. Solamente algunos profetas y Sabios, que pudieron escaparse al desierto siguieron estudiando y cumpliendo la Torá secretamente. Esto es lo que dice de las atrocidades de Menashé el libro de Melajim: 21:7: [Menashé] tomó la imagen de la diosa asherá, que él mismo había mandado a hacer, y la puso en el [Santuario del] Templo, en el mismo lugar del cual HaShem había dicho a David y a su hijo Salomón: «En este Templo de Jerusalem, la ciudad que he escogido de entre todas las tribus de Israel, he decidido habitar para siempre.”
EL REY YOSHIYAHU
Cuando Menashé falleció fue sucedido por su hijo, Amón, que siguió sus malos caminos. Al cabo de dos años Amón fue asesinado, y su hijo, Yoshiyahu, el nieto de Menashé, fue coronado rey en Yerushalayim. Yoshiyahu fue uno de los mejores monarcas de Yehudá. Reinó en Jerusalem entre 641 y 609 aec). En sus días, mientras se hacían refacciones en el Templo de Jerusalem, encontraron un Sefer Torá que había sido escondido en los tiempos de Menashé. Al leer la Torá, que ya había sido virtualmente olvidada, el rey Yoshiyahu decidió regresar a HaShem con todo su corazón, y por primera vez en dos generaciones los Yehudim volvieron a observar y practicar la Torá y sus Mitsvot. Yoshiyahu extirpó toda la idolatría y restauró el servicio religioso en el Bet haMiqdash. Y tanto él como el pueblo de Yehudá renovaron su pacto de lealtad con HaShem y guardar Sus mandamientos. Yoshiyahu eliminó todos los cultos paganos que se habían formado dentro de la ciudad y ese Pésaj, el primero que se volvía a celebrar en décadas, las calles de Yerushalayim se volvieron a llenar de Yehudim que llegaban desde todos los pueblos y las aldeas de Israel, como en los mejores tiempos del rey David.
Una de las lecciones que aprendemos de este periodo histórico es que el pueblo judío regresa a HaShem y a Su Torá, a veces luego de varias generaciones. Esto ha ocurrido más de una vez en la historia de nuestro pueblo. La Torá, por persecuciones o antisemitismo —y a veces, lamentablemente, por nuestro propio deseo de ser como las demás naciones— puede desaparecer por una o dos generaciones. Pero luego, milagrosamente, regresa.
Hace más de 20 años atrás, cuando era rabino en Uruguay, publiqué este texto que y lo copio para mostrar que este fenómeno se repitió también en nuestros días.
“Vivir el judaísmo es como hacer té. Nuestros antepasados lo sabían muy bien. Cada generación tomaba su saquito de té y preparaba la sagrada infusión. Los padres se enorgullecían de enseñarle a sus hijos a preparar su propio té. Pero ocurrió hace un tiempo no muy lejano que el bisabuelo no pudo enseñarle a su hijo a hacer té porque tuvo que abandonar Europa o Marruecos en busca de paz y de pan, y sólo alcanzó a darle a su hijo su saquito de té ya usado. El abuelo, inmigrante, trajo el saquito de té de su padre y con él vivió su judaísmo lo mejor que pudo. Las urgencias por sobrevivir en un nuevo país le restaron las oportunidades para aprender a hacer té por su propia cuenta. Y no tuvo más remedio que entregarle a su hijo el mismo saquito que él había recibido de su padre. El color y el sabor de lo judío estaban ya tan diluidos que se hizo muy difícil para el nieto apreciar en el té una esencia que valiera la pena ser disfrutada, preservada y transmitida. Pero hoy, gracias a Dios, tenemos paz y pan. Y los hijos pueden aprender una vez más a disfrutar de nuestro elixir espiritual, preparando el mismo té con un saquito nuevo, y volver a apreciar su sabor, su color y su exquisita esencia.