OCTAVO MANDAMIENTO: No robarás, aunque se pueda.
לא תגנב
Si bien en castellano usamos los dos verbos indistintamente, en hebreo y en la ley judía, existe una diferenciación entre robar y hurtar. Hurtar, en hebreo guenebá, es cuando tomo algo que no me pertenece sin que el dueño de ese objeto lo sepa, pero sin intimidación ni violencia. Mientras que robar, guezelá, es tomar algo de una persona por la fuerza o a través de la intimidación. Alguien puede «hurtar» tus pertenencias cuando no estás en casa. Sin embargo, si una persona se acerca a ti en la calle y te amenaza para que le des tu reloj, te ha «robado».
En ambos casos, la ley judía establece en primer lugar que los perpetradores deben restituir el objeto que tomaron a su dueño. Y si ese objeto ya no existe más, deben restituir su valor monetario. En la antigua ley judía, que se aplica solo cuando existe el Sanhedrín (la corte suprema de justicia rabínica, que esperemos que BH pronto sea restablecida) la persona que hurtó debía pagar al damnificado el doble del valor de lo que tomó, mientras que el que robó podía redimirse si restituía lo que tomó por la fuerza. El primer caso, irónicamente, se considera más serio ya que el ladrón, que hurta a espaldas de su víctima, ignora deliberadamente la presencia de HaShem y que Él todo lo ve.
El robo en cualquiera de sus formas está prohibido, independientemente del valor del objeto que uno toma. Incluso si alguien roba algo de un valor monetario insignificante (pajot mishavé perutá) he perpetrado el acto de robar. E incluso cuando alguien toma algo de otra persona, sin su consentimiento, temporariamente y con la la intención de devolverlo. Ese acto también se considera «robo».
La prohibición de robar se aplica, obviamente, para personas judías y no judías. Cuando una persona comete un error y me da dinero de más, por ejemplo, un cajero en un supermercado se equivoca y me devuelve más dinero del que me corresponde, aunque técnicamente es su error y uno legalmente podría retener ese dinero extra, es una gran oportunidad para cumplir con una de las Mitsvot más importantes de la Tora: Quiddush HaShem, Santificar el nombre de Dios. Esto es: cuando una persona no judía observa en una persona judía un comportamiento ético ejemplar, se inspirará y alabará a Dios por haberle dado al pueblo judío la Torá, una ley de justicia, integridad y bondad. Además, según dice el Sefer haJasidim, cuando uno obtiene un dinero que es el fruto del error de un gentil, no vera de él ninguna bendición.
El Talmud (Makot 24a, Rashí) trae el ejemplo del más alto nivel de integridad, y la Guemará lo presenta como el epítome de Yirat Shamayim (lit., temor de Dios), «devoción religiosa» .
En los tiempos del Talmud, unos 1700 años atrás, Rab Safrá puso su burro a la venta. Una persona no judía vino a su casa y le ofreció 50 monedas por su burro. En ese preciso momento el Rab Safrá estaba recitando el Shemá Israel, y cuando uno recita esta oración no solo que no puede hablar sino que tampoco puede hacer ningún gesto con su mano o con su cabeza, etc. ya que esta oración demanda una atención total. El comprador, que no conocía estas reglas, interpretó el silencio de Rab Safrá como un rechazo a su oferta de 50 monedas, y entonces le ofreció 60. Rab Safrá seguía recitando el Shemá Israel, por lo que no reaccionó. El comprador subió la oferta y ofreció 70. Cuando Rab Safrá terminó el Shemá, se negó a aceptar las 70 monedas. Le dijo al comprador que en su corazón (en su mente) él había aceptado la primera oferta: 50 monedas, y que no iba a tomar un dinero que no le correspondía. Técnicamente Rab Safrá podia haber aceptado las 70 monedas. Sólo él, Rab Safrá y HaShem podían saber que aceptá la primera oferta. Es por eso que esta simple historia de integridad suprema fue considerada por el Talmud como la máxima expresión de respeto y reverencia a HaShem